No podía pensar en nada. Las voces en mi mente me lo impedían. También el cuerpo en medio del charco de sangre que había frente a mí. El teléfono sonaba, mi cabeza era un infinito laberinto de ideas que se iban y venían a una velocidad vertiginosa. Todo parecía un sueño, más bien una pesadilla surrealista, a mi alrededor las paredes parecían encogerse, parecían tragarme con sus mudos gritos. Golpes que se escuchaban a la distancia. Sorprendentemente no escuchaba nada, sino el silencio de un horizonte y los gritos de una mujer. Me vi en el espejo y no había nada, tan sólo lamentos y sombras. Trate de convencerme a mi mismo de que todo estaba bien, pero los casquillos en el piso y las manchas en la alfombra negaban aquella versión. Mi corazón latía muy despacio, quizá se había parado ya y no me había dado cuenta. La tormenta que arreciaba mi ventana aullaba cual lobo herido, mostrándome sus dientes de relámpago y su oscura boca vestida de negras nubes de tempestad. Respiraba dificultosamente, mientras trataba de recordar lo que nunca habría de volver, lo que se había ido ya a través del cañón de una pistola y ciertas miradas de terror y agonía reflejadas en mi vacía alma. La puerta sonaba sin cesar, casi tanto como las sirenas en las afueras de mi casa. Decidí caminar para olvidar lo que había pasado. Cerré los ojos lo más fuerte que pude, pero nada había cambiado. Todo seguía igual. La sangre en el piso, la mesa vacía, la cama desordenada. Todos seguíamos ahí. El cuerpo, la bala, mi mano ensangrentada. Muy dentro, todos éramos iguales. Polvo. Soledad. Dolor...
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